Juan era un joven artista del occidente de Medellín. Solía pintar grafitis en los muros cercanos a la estación San Javier como una forma de expresión. Un día, una promotora cultural del Metro vio su trabajo y lo invitó a participar en un programa de arte comunitario. Hoy, Juan expone sus obras en galerías y enseña a niños del sector. “El Metro fue mi galería abierta al mundo”, dice con orgullo.
María tenía que cruzar la ciudad para su tratamiento de quimioterapia. Durante meses, usó el Metro desde Bello hasta la estación Hospital. Ahí conoció a una señora que hacía el mismo recorrido cada semana, y poco a poco se volvieron amigas. Hoy, ambas superaron el cáncer. “Ese vagón fue más que transporte: fue apoyo, fue vida”.
ESTACIÓN SANTO DOMINGO
Cada vez que Andrés subía al Metrocable y veía la ciudad desde lo alto, sentía que podía aspirar a más. Un día, vio un aviso universitario en la estación. Hoy, es ingeniero. “Desde el aire, todo se ve posible”.
ESTACIÓN INDUSTRIALES
Tras perder su empleo en una fábrica cercana, Carlos usó el Metro para buscar nuevas oportunidades. Viajando por la ciudad, encontró trabajo y esperanza. “El Metro me ayudó a empezar de nuevo”.
Clara nos contó una historia que le había sucedido con su ex-esposo, Steven; ella nos dice: “Llevábamos cinco años sin hablarnos. Las cosas no terminaron bien. Aquella tarde, ambos abordamos el mismo vagón en Poblado sin saberlo, nuestras miradas se cruzaron y el silencio se rompió; pero no dijimos mucho, solo nos abrazamos y desde ese día, volvimos a hablar como antes.”
Martín nos cuenta que mientras regresaba de sus clases con su compañera Verónica, siempre escuchaban una melodía, esto es lo que él dice: “Siempre viajabamos a la misma hora, pero una tarde, escuchamos música suave al fondo del vagón, volteamos a ver y era una mujer de una apariencia extraña, con un violín pequeño que guardaba en su bolso. Tocó una melodía por unos segundos; la aplaudimos en silencio y nunca más la volvimos a ver, pero su canción nos acompaña cada vez que pasamos por Niquía.”
Carlos, trabajador y operario del Metro nos relata una historia sobre él y su hijo Antonio, ahora operador, él nos dice: “Yo iba sentado cerca de la puerta, leyendo el periódico justo después de terminar mi turno, escuché una voz que me decía: ¿pá?, y claro, uno se levanta confundido, era mi hijo, a quien no veía desde hacía más de diez años; él estaba ahí, sonriendo con los ojos aguados y con el uniforme del Metro, éramos compañeros de trabajo, ya luego de esto nos bajamos en Exposiciones y seguimos hablando como si el tiempo nunca se hubiera ido.”
Me levanto a las 3:15, cuando Medellín aún duerme yo ya voy en camino a la estación Niquía; soy operario de limpieza. Durante años, mi jornada ha comenzado antes de que el primer tren salga, no somos muchos en ese turno, pero algunos barrerán los andenes, otros revisarán que las puertas funcionen. Nadie nos ve, y sin embargo, gracias a nosotros el día empieza. A veces me detengo un segundo, miro las luces encenderse y siento que pertenezco a algo más grande que yo, no importa que nadie lo note, porqué ese es mi orgullo.
— Ana, 17 años trabajando en el Metro
Siempre viajo los miércoles a las 5:40 p. m, desde San Javier hasta Parque Berrío, subo al segundo vagón y busco el mismo asiento, aunque casi nunca lo encuentro vacío. Hace dos años, en ese mismo horario, una muchacha se sentó a mi lado y me ofreció un mango biche, le sonreí y acepté. Desde entonces, nos encontramos sin planearlo, nos saludamos, hablamos del clima o de nuestras estudios, a veces nos abrazamos antes de bajarnos. No sé su nombre y ella tampoco sabe el mío; pero nos esperamos cada miércoles, como si fuéramos amigos de toda la vida.
— Anónimo